Su pétrea espalda se había
resquebrajado con el paso de los años.
Su piel, antaño blanca, suave y pulida
ahora verdeaba por el musgo que nacía en cada grieta.
Su boca, ahora seca y con gusto férreo,
añoraba el agua pura y cristalina que vertía a borbotones en el
estanque para diversión de los ahora inexistentes peces.
Se respiraba desolación en toda su
rocosa existencia, pero al león no le importaba.
Con ojos impertulbables y vacíos
miraba inexorablemente su reflejo, y se sabía
GRANDE,
BELLO,
PODEROSO,
IMPORTANTE,
SABIO.
Porque sólo él conocía su secreta
misión.
Era el guardián de los deseos.